En el icono del Amor Misericordioso están representados tres ángeles en una actitud de profunda y amable atención hacia un joven, completamente abandonado a sí mismo.
Su postura, las miradas, la posición de las manos, manifiestan una total dedicación hacia el más pobre, el más necesitado entre los hombres.
El rostro de los personajes (como los rostros de todos los iconos) es de un “color tierra empastada de luz”, una piel transfigurada, que no se puede identificar con ninguna raza humana en particular, porque todas las culturas y razas se pueden reconocer en ella.
Los ojos de los ángeles son grandes, vitales, invitan a una confianza como para “tutear”. Nos miran “dentro”, penetran en nuestro corazón con bondad y profunda misericordia. Sus vestidos son de color rojo, azul, verde y rosa-lila.
El ángel de la derecha es el Padre, está inclinado sobre el “hijo” que ha pecado, lo sostiene con sus manos, con firmeza. Está casi arrodillado de frente a “su” criatura: “Él no quiere perder la obra salida de sus manos… Ha creado al hombre para que fuera feliz” (Carlos de Barolo). La suya es una mirada llena de misericordia, que vigila al hombre con providencia paterna y ternura infinita. Lleva un manto de color rosa-lila, transparente, con líneas doradas, eso subraya la impenetrabilidad del misterio, que lo envuelve completamente sugiriéndonos que Él es el incognoscible, el Padre. El edificio a sus espaldas evoca la Iglesia universal. Sus puertas están siempre abiertas a todos.
El ángel de la izquierda es el Hijo: “La segunda persona de la Divina Trinidad, que en un impulso de amor se ofreció a su Padre como un sublime holocausto…” (Carlos de Barolo). Parece casi postrado hacia el hombre, le sostiene los pies… su posición y la estola que lleva a la espalda nos recuerdan el lavatorio de los pies, icono del servicio. Lleva un manto azul con una túnica roja. Sobre la parte derecha de la espalda se percibe una estola roja con líneas doradas. El color azul evoca el cielo, es signo de la divinidad, inmaterialidad, del absoluto. El rojo indica la sangre de la humanidad y evoca el amor que llega hasta el sacrificio. El azul unido al rojo indican las dos naturas: la humanidad envuelta en la divinidad, elementos que acercan al ángel a la persona de Cristo. También la estola es un signo explícito, en cuanto símbolo de la misión que llevó a cabo: encarnación, muerte, resurrección y ascensión al Padre. El árbol situado a su espalda alude al árbol de la Vida y es el signo del madero de la cruz.
El ángel del centro, el Espíritu Santo, parece como si apenas hubiera bajado del cielo, así lo representa el círculo azul colocado en lo alto del icono, y en cuyo interior están inscritos los astros. El movimiento de las alas subraya su descenso: él participa con los otros en la obra de “salvación del hombre”. Su vestimenta es de color azul, símbolo de la divinidad, y verde, símbolo del agua, por lo tanto, de la fertilidad, la vitalidad regeneradora, la primavera, la juventud, la maternidad. A sus espaldas se pueden ver unas lenguas de fuego que inundan la escena: es el Espíritu Divino que está transmitiendo a la persona humana la vida, la fuerza y el consuelo. Es el Espíritu que da calor, abre nuestros ojos, nos consagra y nos envía al mundo para transformar las lágrimas de la desesperación en dulces lágrimas de esperanza” (Julia Colbert).
Las alas de los ángeles simbolizan a personajes que no son de este mundo, sino que pertenecen a otra realidad. Su movimiento anima toda la escena, difundiendo sobre el icono la “dulce brisa del Espíritu”. Llevan sandalias, indicándonos que están presentes entre nosotros: ellos, aun siendo ángeles, no son ajenos a nuestro mundo.
La persona humana, representada en medio de los tres personajes, está rodeada de su amor y prefigura nuestra participación en el banquete celeste. Rodeado amorosamente de la Trinidad, está colocado en el centro del icono sobre una tarima de finos acabados y yace sobre un paño rojo. Esta descripción nos dice que, de un modo similar, todos nosotros estamos envueltos en tejidos reales (rojo): y ya en la Tierra somos custodiados y amados. El cuidado atento y el amor misericordioso nos confirman la inmensidad de ese amor: “Dios nos ama y quiere nuestro bien más de lo que nosotros mismos podamos amarnos y desear nuestra felicidad” (Beata Enriqueta). El rostro juvenil de la persona humana nos recuerda nuestra misión: somos enviadas por la Trinidad hacia las jóvenes generaciones, hacia los niños y los pobres, sabiendo que en cada uno hay “un alma de un precio infinito, que Jesucristo ama con un amor inmenso” (Cost. 1846 art. 384).
Toda la escena tiene lugar sobre un monte, símbolo de la Teofanía, de la manifestación de Dios; también el monte, como el árbol y el edificio, está transfigurado.
El oro, sobre el cual se plasma el icono, es la Luz, que representa el lugar de Dios, el Paraiso.
El icono está construido sobre una perspectiva inversa, marcada de modo particular por la tarima y el monte: no vamos nosotros a encontrarnos con el divino, sino que es el divino quien viene al encuentro de cada uno de nosotros: “Dios ha amado tanto el mundo que le ha entregado a su Único Hijo, para que, quien crea en Él, no muera, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).